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Luis Cubillo de Arteaga. Obras y Proyectos

AA.VV. con prólogo de Carlos Sambricio


  • ISBN: 978-84-09-14563-8

  • Editorial: Lampreave

  • Dimensiones: 224 mm x 264 mm

  • Páginas: 384

  • Figuras: 530

  • Encuadernación: cartoné forrado con tela

  • Idioma: español

  • Año de edición: 2021

  • PVP: 60€ (IVA incluido)

Al iniciarse los años cincuenta el reclamo de modernidad y el rechazo a lo que había sido la arquitectura de “la última década” se había generalizado. En la Escuela y en la profesión, en un importante momento histórico, comenzaba una nueva época, al tomar su arquitectura un sesgo distinto. Fue entonces cuando, frente a los poblados de la Dirección General de Regiones Devastadas o del Instituto Nacional de Colonización, aparecieron los poblados dirigidos, los de absorción, los mínimos y los agrícolas; cuando frente a la forzada referencia a una falsa arquitectura popular se reclamó la necesidad de construir con nuevos materiales; cuando frente a anquilosados programas de necesidades se asumió la idea de “confort”. Si los años cuarenta fueron pesadamente monótonos, los cincuenta, por el contrario, fueron momentos de tiempos cortos, de cambios constantes, de propuestas debastadas, aceptadas o rechazadas. Y fue aquel ambiente el que conocieron, en sus primeros pasos, los que luego dominaron el panorama arquitectónico de la segunda mitad del siglo XX en Madrid, Luis Cubillo entre otros.

El libro agrupa en su primera parte una serie de estudios parciales de cualificados profesores sobre la obra de Cubillo, selecciona buena parte de las mejores obras y proyectos de su trayectoria en la segunda, y finaliza con una biografía ilustrada.

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El Dibujo de Luis Cubillo de Arteaga

Jaime Solá Reija

Si tenemos la ocasión de detenernos en aquello que dibujó Luis Cubillo; si, por aproximarnos, tratáramos de suponer y guiarnos por la intención que condujo su mano, tal vez pudiéramos comenzar clasificando, a modo preliminar, sus dibujos en cuatro grupos: el que llamaríamos pictórico, con un propósito de recreo personal artístico; los monos o bocetos, grafemas que constituirán los proyectos de arquitectura; los esquemas o dibujos preparatorios de la documentación técnica que desarrolla el proyecto y a través de los cuales se comunica con el estudio; y los dibujos propiamente técnicos, proyecciones afines o cónicas que tienen por objeto la construcción o divulgación de la arquitectura imaginada, de su propia mano o realizados en el estudio y, en un proceso muy personal, revisados e iluminados por el arquitecto.
Cada cual, como personajes vivos, tiene, por supuesto, su tiempo: aparición, desarrollo, auge y final en la vida de Luis Cubillo; sin embargo, de esta primera familiaridad surge un hecho acaso inesperado: todos comparecen en un solo lugar, el pequeño estudio que tuvo el arquitecto en la calle Columela 11 de Madrid, su único estudio.
Lugar
En un edificio de ladrillo de 1900 con cinco plantas, noble porte y altas ventanas balconeras, vecino del parque del Retiro; allí, en un sótano con apenas dos habitaciones, se acomodaba el íntimo personal en que consistía su estudio: Magdalena Gómez, la secretaria; Antonio García Burgos, delineante y Ricardo del Castillo, el aparejador.
A la oficina, que había ganado excavando entre los cimientos por debajo de su piso de casado ubicado en planta baja, se accedía a través de una puerta abierta al efecto en el descansillo de la escalera principal del inmueble. Otra escalera, privada, comunicaba el estudio con la vivienda, ofreciendo la ventaja de ampliar ocasionalmente el despacho, al incorporar sin vericuetos el salón familiar al negocio cuando se trataba de acomodar alguna visita de cierto rango. Tiempo después, habiendo trasladado el arquitecto su residencia a la cuarta planta, la oficina se pudo extender por todo el bajo, pero Luis Cubillo mantuvo su despacho exactamente sobre la mesa de reuniones: una mesita baja de fina estructura metálica rodeada con sillas de enea teñidas de oscuro, muy cerca de la puerta, tras un tabique a tres cuartos de altura chapado con piezas irregulares de mármol, donde trabajaba, reunía al equipo e incluso recibía de ordinario.
Y, como siempre, siguió entrando cada mañana con sonoras pisotadas, para que cada cual en su puesto supiera, con la justa antelación, que se les acercaba el jefe.
Materia
No fue exigente con el material de trazado. Utilizaba papel de croquis para esbozar los proyectos, holandesas o cualquier otro que tuviera a mano para volcar con inmediatez aquello en que parase mientes. Portaminas, reglas, escalímetros (dobles decímetros les decía), compases y unos rotuladores de punta de fieltro Flo-master eran el utillaje habitual del dibujo en el estudio.
Con la oficina lanzada, el asunto consistía en esclarecer rápidamente los proyectos y comunicarlos con eficacia al personal —tantas veces un único delineante— en croquis breves y medidos, realizados a mano alzada, muchas veces prefigurando con exactitud el plano, para que aquél los desarrollara en los códigos convenidos del oficio.
Veremos pues, en dos décadas de fragor —aquellas que comprenden los años que van desde la primera mitad de los cincuenta a la primera mitad de los setenta—, que el dibujo será sobre todo eso: el lenguaje del estudio.
Dibujos técnicos
El Plan de Estudios de 1933 en la Escuela de Arquitectura tiene un ingreso exigente. Requiere una sólida formación en las artes del dibujo: mancha, pluma, aguada, grafito… para lo cual existen en Madrid dos academias de prestigio que preparan a los futuros estudiantes: la del arquitecto Enrique López Izquierdo y la fundada en 1920 por el pintor José Ramón Zaragoza. Luis Cubillo se apunta a esta última.
En la Escuela los alumnos no son numerosos y la carrera es larga, difícilmente se titulaba nadie antes de los veintiséis años.
De este fundado aprendizaje en la academia, riguroso y austero en el encaje, preciso en el color y la entonación, dan cuenta los dibujos que se conservan de motivos pintorescos: costumbristas, arquitectónicos y de paisajes.
Del hábito de la Escuela, algunas prácticas de composición historicista y poco más.
Con estas herramientas Luis Cubillo y su generación habrán de enfrentarse a un mundo nacional cambiante y apremiado, mezcla de tradición y vanguardia, como bien se retrataba en el Manifiesto de la Alhambra y del que poseía una edición en su estudio, que renacía al Movimiento Moderno mientras el Estilo Internacional se fragmentaba allende las fronteras.
Sus primeros proyectos son iglesias rurales, encargados por la Dirección General de Asuntos Eclesiásticos de la que había sido nombrado arquitecto al término de la carrera, y algunos edificios de viviendas y de naves. Todos los dibujos son propios y los planos tienden a condensar en el menor espacio (una, dos hojas) la información necesaria para construir las encomiendas. No solo.

Son muy notables los personajes que aderezan los alzados en los encargos civiles. Un adulto y un niño se pasean por delante de las grandes ventanas del banco “abcdefghij”, recortadas en un zócalo de piedra. La fachada del inmueble se presenta en proyección recta, ganando volumen con la sombra que arrojan los vuelos, aún más resaltados si cabe al estar pintados de blanco sobre el fondo ocre del papel. La acera, brillante, se halla sin embargo en perspectiva, con el centro de fuga detrás del edificio a la altura de los paseantes, que reciben una atención añadida a través del sencillo artificio. Por supuesto que es un edificio de cinco alturas con bajo comercial y cuatro plantas de viviendas, zócalo revestido de piedra y cuerpo de ladrillo demediado en dos paños, uno más ciego de ventanas apaisadas y otro profundo de terrazas, donde hay un orden en los vanos, que se aploman. Que las terrazas desdoblan a su vez la guarda de caídas en petos teselados y barandillas metálicas; que la cubierta prolonga la cornisa y se separa de la pieza hendiendo el perímetro sobre el que apoya; y que las plantas tienen unas alturas ciertas lo vemos sin mayor dificultad.
Pero no podemos dejar de observar al mismo tiempo las firmes signaturas de la vegetación que pespuntan el alzado, los trazos tenues que arriba esbozan lo que habría representado una cubierta inclinada de tejas, pedimenti que muestran el carácter vivo del documento, más acá de una representación técnica.
Ni reparar que la línea base de acotación parece surgir, hilos y plomos hechos de pronto con tacos del grueso de los forjados, como una ristra a la que se engancha a su paso una nube; parece surgir, decimos, de una rara formación minerovegetal del lado derecho del plano, un volumen de tersas superficies redondas apoyado con decisión en el suelo, que le sirve al arquitecto de umbráculo donde acostar la firma.
Esta forma, los personajes, hilos y nubes, nos llevan casi en desequilibrio al mundo de Calder, exactamente al mismo tiempo que medimos la altura libre de una vivienda o situamos dormitorios y salones. Como un doble haz de perceptos y afectos que se desplegase al abrir el plano, ubicando al arquitecto en los espacios conceptuales del empirismo de Jacobsen y, no menos propios, del ultraísmo de Diego, donde los versos se fuman y los pliegues de las mañanas se planchan al revés que los pañuelos, donde es tal la fiebre y la electricidad que empareja olas de cine y de océano. Donde, en fin, llevarán (ellos) sus nubes, porque todo llega.
Bocetos 
El pensamiento arquitectónico es, como el filosófico, estratigráfico. Toda la historia, toda la formación comparecen en un mismo tiempo sobre el tablero de dibujo, como hojas de papel cebolla. El acto creativo lucha contra el caos de esta conflagración del tiempo y es, también, un acto de resistencia de la razón donde tantas veces los primeros bocetos demarcan el lugar del proyecto. Cuando Luis Cubillo se enfrenta a los encargos de las iglesias de San Miguel en Cadreita (Navarra) y Santo Domingo de la Calzada en el Kilómetro 14 de la Carretera de Valencia (Madrid), ya habituado desde comienzos de la década de los cincuenta al trato con la circunstancia eclesial, no es el tipo arquitectónico lo que está en juego sino la expresividad de los recursos con los que cuenta.
La transformación de las claves simbólicas (el anagrama de la Virgen María, la mitra); el juego de los planos en detrimento de la talla del volumen; del plemento terso de vidrio frente al calado profundo del rosetón; se produce en rápidos bosquejos sobre el reverso de cuartillas improvisadas, con los instrumentos que tenía al alcance y se cruza sin complejo alguno con el chaflán de un edificio de viviendas, retoñando el grafema de la fachada dividida.
Se sabe que las medias noches en las que el sueño se le veía sobresaltado por ideas fugaces, aquellas de ronda por los picos pardos de los encargos impacientes, se levantaba con sigilo de la cama compartida y, tomando papel a la mano, se refugiaba en el cuarto de baño y esbozaba presuroso las imágenes adivinadas.
Son los años de servicio en El Hogar del Empleado, donde hace equipo con Francisco Sáenz de Oíza, José Luis Romany o Manuel Sierra. Los años de Mies van der Rohe y todo el Movimiento Moderno que cristalizan en los poblados de acogida en la periferia de Madrid. Y en la iglesia de Nuestra Señora del Tránsito en Canillas, de la que se conserva un menudo bosquejo que condensa el gesto que la informa y refleja las horas también de aguada y de encaje. El pensamiento arquitectónico es un arte de la memoria y a veces, mucho tiempo después, una circunstancia consuetudinaria, una plaza que ofrece el espacio suficiente al peatón para que se le muestre la fachada del edificio completa, anuda en el papel un esbozo del edificio Seagram de Nueva York y el palacio ducal veneciano.
Son los años también de colaboración con el Arzobispado de Madrid y la transformación del templo a la par del Concilio Vaticano II, los años de una modernidad arraigada, de Arne Jacobsen, maestro con el que tanto compartió.

Esquemas y dibujos técnicos del estudio 
Y, en efecto, el estudio está lanzado y el dibujo es el lenguaje que le es propio.
El mecanismo mediante el cual un equipo de tres personas elaboró durante tres décadas más de quinientos proyectos se articula sobre el lenguaje común del dibujo. Desde unas primeras aproximaciones a la organización de la planta ora expresivas, como en el seminario de Segorbe, con referencias a la arquitectura aditiva de Utzon; ora delicados hilos de lápiz, como la ordenación urbana de San Juan Bautista; el arquitecto elaboraba unos croquis a escala sucintos y claros del edificio, plantas y alzados esquemáticos en los que ya esboza la disposición de los mismos en el plano. Sobre la geometría definida, el delineante, el aparejador y el arquitecto trazaban y calculaban las instalaciones y estructura, y con todo ello, el delineante desarrollaba los planos de ejecución del proyecto. Una vez concluidos, el arquitecto los revisaba y los firmaba e iluminaba aquí y allá con motivos naturales (árboles, arbustos, rocallas, vegetación) o pormenorizando las cualidades tectónicas de los paramentos, una doble rúbrica que reconocía el trabajo técnico y se lo volvía a apropiar con los glifos del bosquejo.
Los sintéticos, aquellos que realiza el autor cuando el proyecto ya ha sido definido y le sirven para decantar la idea en un gráfico, los que se preparan para publicar, son muy escasos. Se encuentran algunos alzados muy limpios a pluma, de una sola línea con aromas de Jacobsen, ellos solos son representación suficiente de la figura edificada, que no firmó. Porque Luis Cubillo no atendió a la publicidad de su obra, y estuvo más pendiente del cuidado de lo suyo, en su humana escala, su casa, su cliente, su lugar, la economía en su acepción original, que de escalar escalafones situando el trabajo entre nombres y marcas.
Con Antonio, el delineante, Luis Cubillo plegaba con mimo sobre una mesa pequeños rectángulos de cartulina mientras trataba de determinar, y registraba con limpieza sobre el papel, el trazado exacto de la cubierta, aquella que completaba la organización de la planta juntando lo diverso, jerarquizando los espacios, separando luz de tiniebla, haciendo, en fin, casa.
Y en esa acción delicada, donde adviene por sorpresa la felicidad que germina en el acontecimiento creativo, se le oyó alguna vez decir mientras podría sonar en el casete la Pastoral de Beethoven: “¡Soy el rey de las cubiertas!”.
Era un ejercicio que requería suspender la pasión, actuar. Una y otra vez, cuantas veces fueran necesarias para depurar y evolucionar el tipo.
En 1971, recibe el encargo, con Javier de Zuazo Bengoa y Luis Oriol García-Güell, del trazado de una nueva avenida de Madrid que daría lugar, como una isla en su interior, a una gran manzana. Se conserva con los planos un dibujo del edificio que allí se proyecta: una serpenteante agrupación de volúmenes horizontales que en su abstracción se buscan despojados de estilo, desplazándose los unos sobre los otros con la velocidad pictórica a la que se representan, en un fondo que parece réplica intangible e infinita de su arquitectura, las nubes. Es el único testigo que disponemos de una arquitectura pintada, que refleja con sorpresa las ciudades aéreas de Lazar Khidekel y prefigura pinceladas que habrán de venir más tarde.
Dibujos artísticos
Cuando la profesión le dejó aquel tiempo de volver sobre los pinceles y pigmentos, a la pintura se trajo la urgencia de la idea que se precisa recordar, fijar en un lenguaje atendible en todo tiempo. También se trajo el servicio de la rutina, los matices ya experimentados del habla, del trato y la confianza con el modelo.
Aprovechó para ello las técnicas que más le convenían, la acuarela y el acrílico, y utilizó formatos pequeños que pudiera abarcar con el gesto de la mano (nunca más de un A3). Con el encaje imprescindible se valió del paisaje para tratar de la luz y su opuesto, lo próximo y lo lejano, y gustó de la cualidad espesa y de fácil secado de la emulsión acrílica para reflejar la vibración de la materia.
Tratar el dibujo es detenerse en la intimidad del arquitecto. Tal vez se pueda llegar a contar, limitando, el mundo exterior que lo contuvo y, con tesón, consignar y relacionar los testimonios que habrían de constituir su mundo interior. Más allá, las herramientas del análisis, las sucesiones de tiempos y hechos, efectos y causas, pierden habilidad sobre un espacio lábil.
En un plano de los primeros años cincuenta  que presenta en alzado el testero de unas naves en la calle Embajadores de Madrid, un barbudo personaje con chistera, agachado, se asoma desde fuera del marco, burlón. Hay mucho más, parece decir, pero no lo veis. Quedáis, hasta aquí.